Cuando la vi parada junto a la puerta de la habitación aquella noche, no pude evitar sumergirme en la espesura de los recuerdos. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que nos conocimos? Quizá eran quince o veinte los años transcurridos desde aquella mañana en Honduras, cuando trataba de combatir los efectos del calor con un buen café.
¿Cómo te puedes imaginar que en un momento de pausa en tu vida, cuando estás sentado en un café del centro de la ciudad que nunca guarda silencio, de pronto aparecerá alguien que se meterá hasta lo más profundo de tu ser y ni siquiera te darás cuenta, porque estás concentrado en las ideas que se evaporan con el aroma del café servido en una simple taza de porcelana blanca?
Noté su presencia cuando ocupó una silla en la mesa frente a mi. Puede haber silbado o emitido cualquier otra señal de sorpresa, pues su belleza no era algo que pudiera pasar desapercibido; sin embargo debo ser honesto y admitir que solo me limité a soplarle a mi taza para que la densidad del vapor encubriera mi indiscreta mirada.
Espigada y demasiado alta para el común de las mujeres de la región, supongo que estaba acostumbrada al escrutinio varonil y por ello había desarrollado la envidiable cualidad de ignorar a todos quienes la seguíamos centímetro a centímetro, reconociendo el terreno e imaginando cualquier cantidad de escenas, algunas cursis, simples, pero otras cargadas con una fuerte dosis de detalles que no podrían compartirse en una reunión familiar.
Cada que recuerdo la escena me pregunto por qué no me acerqué a ella en ese momento. Habría sido tan fácil sentarme en su mesa, hacer un comentario estúpido buscando su sonrisa para luego preguntarle si podía invitarle algo, para que con desgano me respondiera con un forzado “gracias” y mandarme finalmente de regreso a mi silla con una patada bien colocada en el orgullo.
Eso nos habría ahorrado tantos detalles, tantas noches sin dormir y varias facturas telefónicas saturadas de sollozos, suspiros y deseos reprimidos viajando en ambas direcciones de manera casi permanente, porque aún con la tecnología alcanzando puntos sublimes, nadie ha logrado que no se caigan las putas llamadas por celular.
En fin, ese día no tuve la inteligencia de ser imbécil, de echarlo todo a perder en el juego de la presa y el cazador. Solo me dediqué a contemplarla tomando té mientras las tazas de café se acumulaban en mi cuenta. En ese momento no me di cuenta, pero ella también había estado observándome y es que una cara marcada por largas jornadas de insomnio no es fácil de disimular.
Total que el juego de miradas era tan neutral, tan carente de segundas intenciones, que se prolongó por horas, era como si hubiésemos establecido un código de conversación con la retina, dejando que el iris le pusiera el toque de emoción a cada idea emitida desde el alma. Ella no buscaba una cita, ni siquiera una compañía pasajera, de hecho no buscaba nada, estaba cansada de todo, de hablar, de escuchar, de intentar explicar lo que no tenía remedio. Yo… yo no sé de qué tenía ganas, estaba sumergido en la monotonía de ver pasar el tren de la vida sin animarme a subir.
La escena del café se repitió algunas veces más con la misma dinámica, solo té, aroma a grano recién tostado y miradas, cientos de miradas que hablaban de dolor contenido, de hartazgo, de añoranza, de buscar algo como último refugio para descansar, pero con la resignación de no poder escapar a las decisiones del pasado.
Sin darme cuenta me volví adicto a sus silencios, a sus ausencias distorsionadas por el vapor de la menta atrapada en una taza. Cada día su semblante me contaba una nueva historia, me describía cómo se habían originado cada una de las cicatrices envueltas en una piel perfecta, esa piel a prueba de balas que no permite asomarse para ver la zona de desastre que existe debajo.
Un día tuve que salir de la ciudad con premura, tanta que no puede dejarle señal alguna de mi repentina necesidad de ausentarme. No pensé que ese otro accidente en mi vida me llevaría a otro nivel en esa estruendosa relación donde ninguna palabra había sido dicha, donde ni siquiera un roce de manos tenía alguna posibilidad real.
Tardé una semana en volver, aunque por dentro habría deseado jamás interrumpir esos encuentros visuales, esa necesidad de no tener que pensar las ideas, de dejarme llevar solo por lo que mis ojos quisieran revelarle sin tener que maquillar o justificar nada. Sin embargo lo peor que le puede pasar a uno es desear, porque es ahí donde se gesta la frustración, la soledad, las ganas de correr a abrazar a alguien y solo encontrar al viento como testigo de ese anhelo no resuelto.
Al tercer día de no saber de ella, de no poder mirarla, de no poder parpadearle mi cariño, la locura me llevó a preguntarle a la mujer que nos atendía, si no sabía algo de mi empedernida bebedora de té, ahora desaparecida. Al principio me observó como buscando entender mi pregunta, pero de pronto su cara se hinchó y esbozó una sonrisa de alivio. “Ah claro, es usted a quien le han dejado ese mensaje tan raro”, me dijo mientras buscaba algo en los bolsillos de su delantal.
¿Había tenido ella la misma necesidad de seguirme contando su vida en silencio? La mesera sacó una servilleta perfectamente doblada en tres partes y me la dio. Había un número telefónico y una instrucción precisa: no hables, solo marca. Era obvio que no quería escucharme, que solo necesitaba hablar, soltarse, liberarse de quién sabe cuántas cosas que cargaba por dentro sin que nadie se hubiera dado cuenta.
Apenas estuve solo en casa, tomé el teléfono con el deseo de saber de ella pero sin tener claro qué le diría. ¿Cómo podría hacerlo si me había pedido callar? ¿Cómo le haría saber que la necesitaba, que verla se había vuelto algo tan vital como beber agua, o café, o té, para que entendiera la dimensión de mi dependencia?
Respondió casi de inmediato y por primera vez pude escuchar su respiración. No dije nada, me limité a escuchar su silencio por varios minutos y después, cuando casi había logrado codificar sus respiraciones, por fin aparecieron las palabras en una estampida de presos que han sido liberados por un accidente que abrió las puertas de la prisión.
Había mil historias contenidas ahí, algunas alegres, otras definitivamente horrorosas, pero todas parecían un motivo, una explicación, a cada una de sus miradas, de sus reflexiones. No sé si puedo describir lo que fueron aquellas llamadas en las que nunca pude decir ni hola, pero las entiendo como esa sensación que tienes cuando lees un libro y después ves la película. Todo cuanto me decía a través de la bocina yo lo sabía, o al menos lo intuía, así que solo la dejaba ser hasta que me despedía con un “no olvides llamar mañana”.
Nunca más volvimos a vernos en el café, aunque creo que en más de una ocasión ella me buscó ahí, quería verme lo sé, en ella también nació esa necesidad de hurgar en mis ojos, de refugiarse en mi mirada como última opción de quien está condenado a no encontrar paz en ningún otro espacio que no fueran mis miradas.
Pasaron casi dos décadas en las que nuestros encuentros se limitaron a los monólogos telefónicos, esos donde también puede hablar, describir mis propias cadenas, hablar de las ampollas en mi corazón y de las heridas en mi alma, que de tantas, había olvidado cuáles fueron primero y cuáles después. Cuando era mi turno de hablar, simplemente dejaba que mis propios presos escaparan de la celda y corrieran fuera del campo de concentración en que se había convertido mi pecho.
A pesar de que llamaba a diario, jamás hablamos. Teníamos un código, quien suspirara primero era el que tenía más necesidad de verbalizar sus ideas y por tanto tomaba el control de la comunicación. Si era yo quien hablaba, me despedía con un “no olvides contestar mañana”, y acto seguido colgaba.
Lo que le conté es más de lo que jamás nadie sabrá de mi y quizá pase lo mismo con ella. No le dije que me fui del país, pero ella lo sabía, el identificador de llamadas me había puesto al descubierto, aunque la verdad mi ubicación geográfica nunca fue algo que me solicitara o que fuera necesario para mantener nuestra relación.
Anoche la llamé y sin respetar el código de los suspiros, se adelantó a decir, “así que volviste”. Guardé silencio por unos instantes y como si hubiera sido descubierto en mi propósito, solo le di el nombre del hotel y la habitación en la que me encontraba. No dije más, solo suspiré y a continuación corté la llamada. Un miedo me invadió por completo, ¿por qué la había citado? Eso nunca había pasado entre nosotros, ¿lo había echado a perder? Pronto lo averiguaría.
Esperando un milagro o al menos una señal, me acomodé en el balcón con las luces apagadas. Esta vez no preparé café, solo me hice acompañar por un aguardiente colombiano que un amigo me regaló para cuando necesitara que la lengua caminara sola, sin esperar por las mentiras de mi mente. No sé qué tan a menudo me miento a mi mismo, pero sin duda esta era la ocasión para sincerarme, para terminar con todas esas telarañas tejidas y mantenidas por años.
No fue necesario que llamara a la puerta, ella sabía que estaría abierto y que la silla a mi lado tenía marcada su descripción. Entró sin encender las luces y dejó que el reflejo de San Pedro Sula le indicara el camino. Al llegar junto a mi, no dijo nada, solo se sentó, se sirvió un trago de aguardiente y lo bebió sin miramientos. Me sirvió a mi en el mismo vaso y también devoré al monstruo de mil cabezas sin siquiera respirar.
Esta vez no nos miramos, nuestras manos rodeando el vaso lo dijeron todo, no se guardaron nada, en cada roce, en cada apretón, se dijo lo que hacía falta y se pactó lo que sabíamos que sería el adiós. De nueva cuenta calentó su garganta con aguardiente y me invitó a hacer lo mismo. Me paré frente a ella y aún en la oscuridad sé que podía ver mis ojos inyectándose de sangre por mi forma tan lenta de beber, como para que el alcohol quemará cualquier bicho raro anidado en mi cabeza.
Cuando terminé dejé el vaso en la mesa. Ella caminó, tomó su bolso y se viró como para compartir una última mirada, pero lo que encontró fue mi rostro. No intentó esquivarme y tampoco se movió cuando mis labios se posaron sobre los suyos como queriendo recuperar todo el aguardiente que faltaba en la botella.
No me guardé nada, en aquel beso le di todo, le hice una transferencia de todos mis sentimientos, emociones, anhelos y memorias contenidas desde el día que la conocí. Sé, porque lo vi en sus ojos, que una cicatriz más se había formado en su alma y aunque no logro comprender si fue por la certeza de algo que no sería, o por la decepción de la confianza arrojada por el balcón a una ciudad que se consume poco a poco por el olvido de la esperanza.
Y entonces, mientras ella se marchaba mirando sin decir nada, entendí todo perfectamente. Supe que era de esa clase de personas a las que el mundo no ha podido entender y por eso las trata como brutas, cuando en realidad se trataba de una mujer piadosa que a lo largo de su vida siempre había sido capaz de soportar los maltratos, las traiciones y las heridas, tal como acababa de hacerlo con mi beso robado, antes de permitirse así misma romperle el corazón a alguien más.